lunes, 25 de marzo de 2019

VILLAVERDE CRUCE




Viví en Villaverde en los setenta y desde que me fui, hace casi 40 años, no había vuelto. 
El “Eventazo” del 8 M tiene lugar en la Boetticher, una antigua fábrica de ascensores transformada en nave cultural; como en aquellos años, cojo en Atocha el autobús 59, que pasa por un Matadero también reconvertido y por una carretera de Andalucía que me cuesta mucho reconocer.

Recuerdo el barrio de aquel tiempo, había varios Villaverdes (de verde solo tenían el nombre) separados por la carretera general:
El Alto era el núcleo más antiguo e importante, con el mercado municipal, la plaza, comercios…
El Bajo era más caótico y más pobre, sobre todo lo que se llamaba “debajo de las vías”, que acababa en escombreras y descampados.
Separando uno del otro y pegado a la carretera general estaba El Cruce, nombre muy acertado porque era una zona de frontera donde se mezclaban y cruzaban muchas realidades: casitas bajas, colonias de viviendas obreras, talleres y fábricas emblemáticas surgidas en la posguerra, como esta a la que nos dirigimos  y que entonces se llamaba Boetticher y Navarro. Recuerdo que tambien había muchas bolsas de pobreza formadas por chabolas e infraviviendas.
Una pasarela que se movía sobre el ruido atronador de los coches y camiones que pasaban por debajo era la única forma de ir de un barrio a otro.


Bajamos del 59 y de repente, detrás del ambulatorio, aparece la fábrica. Le han quitado la capa pesada y oscura recubriendo la fachada y la torre de prueba de los ascensores con listones de colores, tiene el aspecto de una catedral laica.

Con el lenguaje que se emplea ahora, se anuncia como Espacio de Innovación Urbana y Centro Público Polivalente. Está muy bien recuperar edificios industriales y darles un nuevo uso, pero me gusta más el tipo de rehabilitación que intenta conservar el carácter original del edificio; en este parece que han querido borrarle  su pasado fabril a base de colores. Al entrar la sensación es la de un espacio demasiado grande, inhóspito y desangelado, sin ningún mobiliario, solo unas pocas sillas con ruedas muy útiles para desplazarlas por la inmensa nave.
Sabemos que son inevitables y necesarias las normas de seguridad, pero a veces se cae en el ridículo: “confiscar” botellas de agua, dar un papelito cada vez que entras y sales, que no haya puestos de comida (suponemos que por motivos sanitarios)…, todo esto hace que el espacio sea demasiado institucional, incómodo y que apetezca salir continuamente.


La memoria vuelve a unos años setenta en blanco y negro, oscuros, con inviernos muy largos, fríos y lluviosos, huelgas obreras y luchas vecinales, reuniones eternas y farragosas en salas irrespirables que apestaban a tabaco, casas llenas de propaganda, miedo a los registros, a las cargas policiales, a las detenciones, estudiantes que nos trasladábamos al barrio para hacer la revolución.
Las diferencias entre hombres y mujeres eran muy visibles: 
Ellos muchas veces eran líderes de partidos y facciones políticas, siempre a la gresca, siempre intentando imponer la línea correcta, siempre serios e importantes.
Nosotras teníamos que “subir” a trabajar a Madrid en autobuses incómodos, lentos y abarrotados, con niñxs a lxs que llevábamos desde muy pequeñxs a la guardería. En muchos casos nuestro salario era el único, porque ellos se dedicaban de lleno a la militancia, nosotras también militábamos, pero en general engrosábamos lo que se llamaban “las bases” de partidos, sindicatos y asociaciones de vecinos.
La palabra conciliación no se había inventado todavía, así que por la tarde había que arreglar la casa, hacer compra, comida…, además de asistir a reuniones o recibir y atender en casa a los “compañeros” del partido, que casi siempre se iban a las tantas y ya cenados. Embarazos y maternidades agravaban más la situación.
Era impensable ver a un hombre tendiendo la ropa en el patio o fregando la escalera, el machismo se juntaba con una versión estereotipada de lo que debía ser el buen obrero y el perfecto militante.

La llegada del feminismo fue para nosotras la auténtica revolución, empezaron las reuniones de mujeres, las manifestaciones del 8 de marzo, los viajes a jornadas feministas… Siempre recordaré la tarde en la que un montón de mujeres del barrio fuimos juntas a ver el Ángel Azul de Marlene Dietrich; escoger esta película era ya un desafío. Éramos un grupo de lo más heterogéneo: amas de casa que nunca habían ido al cine sin sus maridos, otras con parejas progres y de ideas avanzadas, algunas lesbianas militantes que ponían todo en cuestión… No conseguimos entradas para la primera sesión y después de mucho pensarlo nos quedamos a la siguiente, no había móviles para avisar, y llamar desde una cabina no era propio de las mujeres “liberadas” que aspirábamos a ser.

Al salir hacía una maravillosa noche de principios de verano, los hombres en el barrio habían salido a los balcones a ver si llegábamos, según ellos preocupados por motivos políticos y de seguridad, ya que no se podían romper las normas de la clandestinidad y menos por una cosa tan frívola como ir al cine, pero nosotras sabíamos que eran otras las normas que estábamos rompiendo y que ya no había marcha atrás.


Salimos de la Nave buscando una terraza para tomar algo y al doblar una esquina se acaba el diseño y vuelve a aparecer el barrio de siempre; ahora pasean por esas calles de mi memoria mujeres magrebíes muy parecidas a las gitanas de antes, con faldas largas y pañuelos en la cabeza.
Nos sentamos en una mesa de un bar y en la de al lado está Paco Clavel. Él va mucho más arreglado que nosotras, con bolso y unos tacones de vértigo. Sonrío pensando que en los setenta le habrían aplicado la ley de peligrosidad social, si antes los obreros del barrio no le hubiesen echado a pedradas.
Al volver, la Boetticher ya está llena de gente, la mayoría chicas y chicos muy jóvenes y personas de sesenta para arriba a la caza y captura de las pocas sillas disponibles; se suceden los manifiestos y las actuaciones.


La vieja nave nunca se habría imaginado ver a tantas mujeres dentro, además preparando una huelga y una manifestación que dejaría pequeñas a las de los obreros del metal de aquellos años. Y es que ya no se trata de asaltar los cielos ni de implantar la dictadura del proletariado, sino que estamos empeñadas en lograr  otra forma de ver y de entender la vida y las relaciones entre las personas y que ahora sabemos que si nosotras paramos se para el mundo.



Madrid marzo de 2019

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