De nuestro amigo
Alfonso
Juan y Luis estudian
en la universidad. La misma carrera, la misma facultad, el mismo curso. Hasta
ahí llegan sus similitudes. Juan pertenece a una familia sin problemas
económicos. No son ricos, no hace falta irse al cliché, pero no padecen grandes
problemas para llegar a fin de mes. Sus padres poseen un trabajo estable y
medianamente bien pagado que, afortunadamente, les permite poder ofrecer a sus
hijos una buena educación. Juan solo ha de ocuparse, por tanto, de estudiar. Es
un alumno normal, no malo, pero tampoco brillante, del montón. Este curso ha
aprobado todas las asignaturas, aunque la mayoría de ellas con cincos raspados.
Juan podrá seguir estudiando el curso que viene sin problema.
El caso de Luis es
diferente. Luis pertenece a una familia con problemas económicos. Los padres de
Luis encadenan trabajos precarios e inestables, con períodos de paro, que rara
vez les permite llegar a fin de mes sin dificultad. Para ayudar en casa y para
poder costearse sus propios gastos, Luis trabaja por las tardes como repartidor
en una de estas startups españolas tan modernas y molonas (y tan laxas en lo
que a derechos y leyes laborales se refiere) de reparto de comida a domicilio.
Ese trabajo lo combina con sus estudios. Luis puede estudiar en la Universidad gracias
a una beca. Este curso ha aprobado todas las asignaturas, aunque la mayoría de
ellas con cincos raspados. Luis no podrá seguir estudiando en la Universidad el
año que viene, porque ha perdido la beca, que le exigía una media de seis y
medio.
Y hete aquí que el
Gobierno decide cambiar los criterios para recibir dicha beca y anteponer los
motivos económicos a los académicos. Porque una beca para poder estudiar no es
un premio del Estado por sacar buenas notas, y que así tengas dinero para irte
de Interraíl en verano. Es un instrumento para conseguir cierta, solo cierta,
justicia social. Es un mecanismo para tratar de paliar, en lo posible, las
malas cartas económicas que te han tocado al nacer. Luis tiene exactamente el
mismo derecho que Juan a poder seguir estudiando. A mí me parece esto una cosa
bastante obvia, pero vistas algunas (demasiadas) reacciones parece ser que no
es así.
Porque resulta que
Luis es un vago. No se esfuerza lo suficiente. Estudia con la ley del mínimo
esfuerzo. ¿Por qué iba el Estado a gastar dinero en alguien así? Luis no merece
seguir estudiando. Juan sí. Han sacado exactamente la misma nota, pero para uno
de ellos el camino universitario termina aquí. Juan acabará la carrera, después
estudiará un máster y conseguirá un buen trabajo. Luis no. A Juan le gusta
creer que él merece todo lo que tiene (es muy posible que de verdad lo merezca,
no es de eso de lo que estamos hablando aquí), que nadie le ha regalado nada y
que todo lo que posee se debe a su esfuerzo personal. Luis, por su parte,
encadenará trabajos inestables, mal remunerados y tendrá que soportar a mucha
gente diciendo que se lo merece, que no se ha esforzado.
Existe una muy
extendida corriente social, ligada al neoliberalismo, que criminaliza al pobre.
Cualquier medida política que se anuncia encaminada a paliar la pobreza, ya sea
el ingreso mínimo vital, el cambio de criterios para las becas o el aumento del
salario mínimo supone, a ojos de liberales y "meritocráticos", un
gasto inasumible por el Estado, una paguita para vagos que se gastarán en vino
o en televisiones de plasma, una mamandurria, como diría la musa de esta gente.
A esto últimamente se le llama aporofobia pero es lo que toda la vida hemos
conocido como clasismo. Y es, en mi humilde opinión, una lacra social
tan grande como el machismo o el racismo, pero con mucha menos atención
mediática. En esta época de libros de autoayuda, en la que se ha nos intentado
convencer de que podemos tener aquello que nos propongamos si nos esforzamos lo
suficiente, lo que ha calado como un mantra es que si no lo consigues es
porque, efectivamente, no te has esforzado suficiente. Si eres pobre es por tu
culpa.
Mi ideología política
es bastante sencilla. No tengo unas ideas complejas. Culpa mía. Apenas he leído
a Marx, o a Gramsci, o a Adam Smith o a cualquier otro filósofo político o
economista que se os ocurra, lo cual es un déficit personal grave. La única
ventaja de esto es que puedo resumir esas ideas en pocas líneas. El Estado debe
encargarse (aparte de la seguridad de sus ciudadanos) en reducir la brecha
entre ricos y pobres, en garantizar, con todos los medios de los que disponga,
la igualdad de oportunidades. Eso incluye, por supuesto, una sanidad y
educación universal, pública, gratuita y de calidad. Y eso incluye
también becas universitarias para aquellos alumnos que no pueden costear
las matrículas. No hay meritocracia que valga si para llegar a un punto unos
pocos tienen que recorrer dos kilómetros y otros muchos han de recorrer
cuarenta. El mundo no ha cambiado de base, ni tiene pinta de que vaya a
hacerlo. Intentemos, al menos, que los parias sean cada vez menos, y cada vez
menos parias.
Muy acertada y oportuna refkexion de Alfonso. Me gusta cómo escribe, con sencillez y profundidad.
ResponderEliminarNo puedo estar mas de acuerdo con esta reflexión, tiene razon es clasismo exigir lo mismo a quien no parte con las mismas posibilidades,
ResponderEliminarMuy de acuerdo con el artículo. No sé si lo que falta en el mundo es empatía con los demás, para que algo que parecería obvio, sea tan complicado.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarMe parece un ejemplo muy clarificador, que marca tanto las diferencias que resulta impudico hasta pensarlo.Ojalá que desde nuevos criterios para becas, ayudas o simplemente reconociendo esfuerzos desde las distintas extracciones sociales se implemente un nuevo estado mas justo.
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